En un archivo periodístico tan vasto y colosal como el de LA GACETA -que incluye los trabajos y las investigaciones del historiador Carlos Páez de la Torre (h)-, a veces ocurre que durante una búsqueda puntual se halla documentación que no guarda relación con el objeto que motivó la pesquisa, pero que resulta muy valiosa. Así sucedió con el hallazgo de un sobre en cuyo anverso estaba escrita la frase: “Fotos cadáver de Alberdi”. Los negativos a color en formato 35 mm que contenía son, en efecto, toma directa del cadáver de Juan Bautista Alberdi.
A poco de su invención, la fotografía se utilizó, entre otros, para registrar personas muertas, para fines científicos o para recuerdo del ser querido. Para quienes disfrutan de estudiar la historia de este maravilloso invento, estas imágenes pueden resultar naturales; pero encontrarse con las de alguien tan intrínseco a la cotidianidad no deja de inquietar.
La existencia de estas fotos se explica en detalle en Una crónica testimonial del traslado de los restos de Alberdi a Tucumán en 1991, texto de Páez de la Torre, representante de Tucumán en la comisión nacional que se encargó del traslado. El autor relata cómo intervino con vehemencia para que el féretro del prócer sea abierto, con el fin de que se corrobore, acta notarial mediante, que efectivamente sus restos se encontraban allí. Tal desconfianza se debía al interminable peregrinaje de los restos mortales de Alberdi y de la insólita cantidad de tumbas por las que deambuló. “Quedó a nuestra vista la parte superior de los restos del doctor Alberdi, desde la cabeza hasta el pecho. Nos fuimos acercando: en mi caso -y sin duda en el de todos- con una mezcla de estremecimiento y emoción. La gran frente nos permitía reconstruir -in mente- esa faz de Alberdi tantas veces divulgada en fotografías, pinturas y esculturas. Se tomaron fotografías, que me fueron entregadas con sus negativos: revelado y copias se hicieron bajo estricto control, para evitar duplicados”, cuenta Páez de la Torre (h).
El 19 de junio de 1884, a casi dos meses de cumplir 74 años, Juan Bautista Alberdi muere en los suburbios de París. Su funeral se celebró en la iglesia San Juan Bautista; el féretro quedó en un nicho de ese templo hasta que unos meses después fueron llevados al cementerio de Neuilly.
Sus restos fueron repatriados en junio de 1889 y, solemne acto público mediante, se ubicó su ataúd en un mausoleo de la familia Ledesma en el cementerio de La Recoleta. Pero en 1902, cuando el olvido parecía haber caído sobre los restos mortales del tucumano, fue otra vez trasladado, dentro de la misma necrópolis: pasó a un mausoleo construido especialmente para él, donde podría ser recordado y hasta algunas veces quizás, honrado.
El legado de Juan Bautista AlberdiEn Vida de un ausente, la biografía novelada de Alberdi, José Ignacio García Hamilton cuenta que en el cementerio de Père Lechaise hay un mausoleo construido para Alberdi por sus amigos parisinos, que nunca llegó a ser ocupado por sus restos, puesto que sobrevino la repatriación.
Durante el convulsionado siglo XX en la Argentina, con sus desasosiegos y alteraciones institucionales que daban cabal muestra del olvido del legado de Alberdi, y aunque existieron varios intentos por trasladarlos a suelo tucumano, sus restos mortales permanecieron serenos en el distinguido cementerio porteño.
No fue sino hasta 1991, mediante una ley promulgada por el entonces presidente Carlos Menem, que se dispuso el traslado del autor de Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, a Tucumán. La provincia se encontraba intervenida hacía tiempo, y estaban próximas a celebrarse las elecciones.
Lo mejor posible
Páez de la Torre (h) destaca en su escrito que él consideraba que los restos del prócer no debían ser mudados sin razón de fuerza mayor que los pusieran en peligro. Pero precisa que nada dijo entonces, porque no fue consultado al momento de que se geste la ley, y ya no correspondía discutir el asunto, sino garantizar que las cosas salieran lo mejor posible. Sobre todo, porque ni siquiera se había definido en qué lugar depositarían el féretro en Tucumán.
Cuenta que las autoridades nacionales exigían una ubicación céntrica, con cierta espectacularidad, motivo por el cual se rechazó el cementerio del Oeste. La misma suerte corrieron la iglesia Catedral y la plaza Independencia. Y dada la premura del tiempo, la Casa de Gobierno resultó el único lugar posible. El hall de entrada al Palacio por calle 25 de Mayo otorgaba la majestuosidad necesaria para albergar dignamente tales restos. Y así ocurrió.
En lo que el historiador describe como una gran fiesta popular, el 29 de agosto de 1991 el cuerpo de Alberdi regresó a la ciudad que lo que había visto nacer 181 años antes. En el sarcófago de mármol especialmente fabricado se grabó una frase de su autoría: “La voluntad que no está educada para la paz no es capaz de libertad ni de gobierno”.
Su cuerpo fue colocado a escasos metros de lo que había sido su casa natal, de la que nada queda. La vivienda fue derrumbada y remodelada en varias ocasiones. De hecho, para leer la placa recordatoria es preciso ingresar a comer al local donde hoy funciona una pizzería.
Pero este no fue el último lugar del nómada féretro. En 1997, durante la gestión democrática del genocida condenado Antonio Domingo Bussi, los restos de Alberdi soportaron un silencioso traslado a escasos metros de donde se encontraba: hacia el centro de los corredores de la Casa de Gobierno. La explicación que se dio para este nuevo movimiento fue que se crearía un salón de bustos de ex gobernadores tucumanos, en cuyo centro estaría la tumba de Alberdi. En efecto, en aquel momento se colocaron dos pequeñas estatuas, que al poco tiempo fueron retiradas, y el proyecto de tal salón quedó trunco.
Así, los restos del prohombre pacifista, de profundas creencias democráticas, eran prácticamente escondidos para el ciudadano de a pie, y solo quedaban a vista de unos pocos, pues debido a comprensibles medidas de seguridad, el acceso a la Casa de Gobierno es limitado.
Y todavía no puede asegurarse que el derrotero de los restos mortales de Alberdi haya concluido. En 2010, con motivo del bicentenario de su nacimiento, se iniciaron nuevas gestiones para que sea trasladado al cementerio del Oeste. En 2015, el ex gobernador Juan Manzur adhirió a esta idea: “Los restos de los difuntos deben yacer en los lugares que como sociedad hemos acostumbrado para ello”. Luego, la Legislatura sancionó una ley que establecía su traslado al viejo edificio legislativo, en un monumento que sería el Museo del Bicentenario. Nada de esto sucedió.
A 140 años de la muerte de Alberdi no hay acuerdo de cómo honrar al hombre que en vida llamó a envainar las espadas que triunfaban en el campo de batalla para salir victoriosos en el campo de las ideas. De aquel prócer que con tenacidad condenó toda forma de despotismo, y exhortó a la convivencia pacífica y a sostener las libertades civiles, lo que lo llevó a confrontar con los hombres influyentes de su época, algo que le valió su desdeño y rechazo.
Si enaltecer su vida y su obra implicará la búsqueda constante de la más opulenta sepultura, como si se tratase de un muerto que incomoda, Alberdi seguirá deambulando sin rumbo fijo. Por el contrario, si se opta por impulsar su legado, el de un proyecto de país basado en la organización, mediante reglas y normas de convivencia, como motor en la construcción de valores de la sociedad, sus restos, finalmente, descansarán en paz.